Es una noche despejada y sin luna de finales de agosto. Empujado por el alisio del nordeste, el pequeño velero navega desde Lanzarote a Tenerife. En la popa, a un metro sobre la superficie del mar e iluminado solo por la luz de las estrellas, me embriago de cielo, de mar y soledad.
Nos deslizamos sobre la ondulada superficie del océano, envueltos en un manto de fuegos artificiales. El plancton ilumina, con millones de estrellas, las amuras, las bandas y nuestra estela.
De pronto nos sorprende la presencia de los delfines con sus juegos y sus silbidos. Llegan apresurados por la popa, nos adelantan y saltan junto a la proa. En sus carreras y en sus saltos hacen brillar el plancton y se envuelven en un mágico vestido de luces artificiales.
Las estrellas, el mar, el plancton, los delfines y sus silbidos, la música del viento sobre las velas y de la carena arando la superficie del agua, nos transporta a un mundo de ensueño.
Por un instante, el tiempo se detiene y se hace infinito.