El pequeño, de ocho años, ya se había dormido. Su esposo, a quien todos querían y admiraban, se había retirado al dormitorio, después de las buenas noches. Ella se quedó consultando el tratamiento de un paciente. Había sido un domingo clásico: paseo, comida familiar, tertulia y regreso a casa. Después de apagar el ordenador se sentó en el salón. Se quedó un momento quieta, inmóvil. De pronto, los ojos brillaron húmedos y las lágrimas rodaron, sin prisa, por sus mejillas.