Seguramente por la educación que recibió en su casa familiar de Los Realejos mi padre nunca usó cremas, ni colonias, ni desodorantes, ni ninguno de esos artículos de belleza que hoy usamos los varones con la mayor naturalidad. Eran otros tiempos.
-Huele a “mujer barata”- Decía siempre mi padre cuando sentía el olor del perfume.
Un día, por las mismas fechas de “El Frente de Juventudes”, mi madre me dijo, en su presencia, que fuera a pelarme. Por aquel entonces todavía tenía yo una abundante cabellera. La barbería estaba en nuestra misma calle, la calle José Antonio Primo de Rivera, que coloquialmente llamábamos “la calle trasera”, frente a la casa de D. Ciro Fragoso y un poco más arriba que la de D. Fefe Méndez. Pepe, el barbero, después de cortarme el pelo, tuvo, para mi desgracia, la brillante idea de untarme el pelo con brillantina.
Después de pelarme fui a la Plaza del Kiosco, el lugar preferido de los niños. Allí jugábamos protegidos por la sombra de aquellos gigantes laureles de india.
Al llegar, vi que mi padre estaba sentado en la terraza del kiosco tomando una cerveza. Lo acompañaban D. Manuel Padilla, D. Manuel Galván, el alcalde y D. Manuel Yanes, el párroco.
Fui corriendo a dar con ellos.
-¿Ya te pelaste?- Me preguntó mi padre al llegar.
-¡Sí!- Le contesté.
E inclinándome coloqué mi cabeza frente a su nariz.
-¡Huele! ¡Huele!- Le dije.
Luego, incorporándome, añadí orgulloso.
-Me pusieron “mujer barata”.
De pronto, a aquellos tres respetables y serios señores les cambió la cara. Fijaron, por un instante, sus ojos en mí y, a continuación, comenzaron a reír con tanta fuerza que las carcajadas se podían oír en toda la plaza. Yo me quedé mirándolos sorprendido.
-¿Qué pasó, papá?- Le pregunté avergonzado en cuanto se calmaron un poco.
-Nada -me contestó- vete a jugar con los amigos.
-Nada -me contestó- vete a jugar con los amigos.