Mi madre me contó que
cuando mi padre la estaba pretendiendo
preguntó por su familia.
Alguien le dijo:
“los Espinosa son todos cultos e inteligentes,
pero rematadamente excéntricos”.
Excéntrico: Raro, extravagante, singular, original, fuera de lo normal,
que está fuera del centro o que tiene un centro diferente.
Todos los hijos varones del primer matrimonio de mi abuelo, Manuel Espinosa Suárez, -Agustín, José, Fernando y Antonio- fueron “especiales”. Mi padre, Fernando, fue seguramente el que parecía más “normal”, pero todos ellos fueron “rara avis”. Desconozco las razones, pero pudo haber sido fruto de la cultura laica del ambiente familiar donde se criaron o por la influencia del tío Manuel, que preparó el bachillerato de los cuatro.
Desgraciadamente, no pude conocer -murieron, prematuramente, antes de nacer yo- ni a tío Agustín, ni a tío Pepe. Del mayor, Agustín, conocemos su personalidad única por su “Lancelot”, por su “Crimen”, por su original prosa y por los comentarios que de él han dejado sus amigos y sus críticos literarios. El segundo, Pepe, era farmacéutico, pero se ocupaba sobre todo del piano, que tocaba con maestría. Alguien me comentó una vez, que nunca se adaptó a este mundo. Quién me lo dijo no sabía que esa es una sensación mucho más común de lo que parece.
Antonio, el más joven de los cuatro, no fue una excepción. Era un año más joven que mi padre y durante la infancia y la juventud compartieron el mismo dormitorio en el caserón familiar de Los Realejos. Cuando terminaron el bachillerato, alrededor de 1918 -hace un siglo-, sus dos hermanos mayores, Agustín y Pepe, estaban estudiando literatura y farmacia en Granada. La situación económica de la familia no les permitió acceder a estudios superiores. Las carreras universitarias se hacían en la Península, eran largas y costosas. Los dos hicieron la misma oposición y fueron, durante toda su vida, telegrafistas.
Aunque lo había visto en mi juventud en un par de ocasiones, realmente conocí a tío Antonio cuando era un hombre mayor, poco antes de morir. Debía andar próximo a los 80 años. Tía Paca, su mujer, ya había muerto. Vivía solo en el piso de la calle Álvarez de Lugo, en Santa Cruz de Tenerife. Allí lo visité en unas 4 o 5 ocasiones.
Durante las horas que pasé con él tuve la suerte y el privilegio de disfrutar de sus lecciones. Yo, por aquel entonces, debía tener algo más de treinta años. Me habló, con admiración de Descartes, de la Ilustración, del Racionalismo, del Siglo de las Luces, de la Revolución Francesa, de la República, de Kant y de Schopenhauer. También, pero con tristeza y odio, del Fernando VII, de la dictadura fascista del general y de la Iglesia, su aliada, de la larga noche de oscuridad que siempre nos ha perseguido, del fundamentalismo y del fanatismo irracional de nuestro país, fruto de su incultura crónica. Durante aquellas charlas descubrí a tío Antonio.
Se sentía orgulloso de la familia. Hablaba con cariño y admiración de sus hermanos y nombraba, con frecuencia, a su abuelo, Agustín Espinosa Estrada.
Todavía recuerdo, después de 40 años, la emoción que ponía en sus palabras, su lucidez y el brillo especial de sus ojos inquietos.