Tenía 29 años, el 26 de septiembre de 1975, un mes antes de que naciera mi hija Yurena. Ese día el Consejo de Ministros, siguiendo las instrucciones del dictador, aprobó por unanimidad el fusilamiento de cinco de los once condenados a pena de muerte en juicio militar sumarísimo.
Este hecho, en el final de la dictadura —Franco moriría solo unos meses después— fue un verdadero escándalo a todos los niveles. A nivel interno se produjeron huelgas generales y altercados por todo el país. A nivel internacional gran número de actos de rechazo. El Papa, Pablo VI, envió un mensaje solicitando clemencia. Olof Palmer, el Primer Ministro sueco, organizó una campaña contra la sentencia. Nicolás Franco, hermano del dictador, le pidió que reconsiderara su postura. Infinidad de personajes, como el Cardenal Vicente Enrique Tarancón, lo intentaron. Todo fue inútil. Al día siguiente fueron fusilados. Yo con mi vieja radio de onda corta escuchaba las emisoras extranjeras y estaba al corriente de las noticias. Daba pena escuchar cómo se hablaba de nuestro sistema político y de nuestro país.
Yo era funcionario del estado —lo fui desde los 28 años hasta que me jubilé— y me encontraba cómodo en esa situación.
Unos días antes del fusilamiento nuestro jefe nos informó que todos los funcionarios teníamos que presentarnos en la Capitanía Militar para apoyar al dictador. También nos dejó muy claro que no se aceptaban disculpas de enfermedad o de cualquier otro tipo. Todos deberíamos cumplir la orden si no queríamos ser expedientados.
Agaché la cabeza, por no perder mi trabajo, y rabiando me presenté allí. Pasé una de las situaciones más humillantes y, al mismo tiempo, más surrealista de mi vida.
Todos los funcionarios nos reunimos en el gran patio interior de la Capitanía. Luego, por Delegaciones, fuimos entrando, en fila india, en una sala grande y larga. Yo la recuerdo lúgubre, como un gran tanatorio. Andamos despacio sobre una larga alfombra que unía dos puerta enfrentadas de la sala. En mitad del recorrido, a la derecha, había una tarima y sobre ella un gran sillón, en el que se sentaba un general lleno de entorchados y medallas. Al llegar a su altura, como se nos había instruido y como hicieron los demás, giré 90 grados, a la derecha, e incliné la cabeza en señal de pleitesía y de apoyo a las ejecuciones programadas.
A pesar del tiempo transcurrido, todavía, siento repugnancia de mí mismo y de mi cobardía.