martes, 17 de marzo de 2020

XXX Isabel García Estrada (familia)

Una anciana pequeña, delgada, vestida siempre de negro, sentada cosiendo en una silla diminuta que no levantaba un palmo del suelo y alrededor de la cual giraba toda aquella gran casa con toda su numerosa familia. Ese es el recuerdo infantil que conservo de abuela Isabel. También llamaron mi atención de niño sus venas marcadas, sobresaliendo bajo la pálida piel de sus pequeñas manos, sus cabellos blancos y aquellas gafas de cristales gruesos y opacos consecuencia de una cirugía antigua de cataratas.
Esa imagen, que conservo grabada desde la lejana infancia, es la que intento rescatar del olvido, antes que la muerte la borre para siempre de mi memoria.
Yo me enteré que abuela Isabel no era realmente mi abuela cuando ya era un muchacho. Mi madre me lo contó como un secreto. Mi padre la nombraba como si fuera su madre y la quería y respetaba como si ella lo hubiera parido, aunque en verdad era su tía. El día que abuela Isabel murió, siendo yo un joven de unos dieciséis  años, comprendí que una parte de mi padre se había ido con ella. La misma sensación de orfandad que luego padecería yo cuando él se nos fue. Después de la muerte de abuela Isabel, al poco tiempo, sin la aprobación de mi padre, algunos de mis tíos vendieron precipitadamente la casa familiar de Los Realejos. Cuando le trajeron el cheque con su parte yo estaba junto a él. Fue un día triste. Comprendió que había perdido para siempre sus raíces y la seguridad de aquel gran grupo familiar donde se había criado y del que abuela Isabel y la casona de Los Realejos eran sus últimos representantes.

Foto de 1918
Foto de las familias Espinosa, García Estrada y Chaves,
 tomada en el patio de la casa de mis abuelos.
Abuela Isabel está sentada en la segunda fila, la 4ª por la izquierda,
y tiene sentada en su regazo a su última hija, Soledad.

Los recuerdos de abuela Isabel están archivados en mi memoria junto con los de la vieja casa de mis abuelos, ahora abandonada y en ruinas, en el número 6 de la antigua calle de las Toscas, hoy García-Estrada, en el barrio realejero de San Agustín. Era, o a mí me lo parecía, inmensa, como una residencia. Esa casa fue la catedral de la familia. La Ítaca protectora a donde todos regresaban y a la que siempre estuvieron atados. Allí pasaban sus hijos, ya mayores, temporadas de sus vacaciones acompañados de sus cónyuges e hijos.  Allí fue a morir el pobre tío Agustín, tan joven, cuando lo trajeron de La Palma gravemente enfermo. Allí fue cuidado durante su enfermedad tío Pepe.
Yo la visité solo en contadas ocasiones y por cortos periodos de tiempo. Fue por los años cincuenta del siglo pasado, cuando era un niño, acompañando a mi padre. Un padre feliz de reencontrarse con su infancia. Entonces ya había pasado el primer periodo de su historia. Ya había muerto mi abuelo Manuel y mis tíos mayores, Agustín y José, a los que nunca pude conocer. Por aquel entonces todos llamábamos a aquel caserón “la casa de abuela Isabel”. 
Recuerdo sus largos pasillos, iluminados por aquellos grandes ventanales; el patio interior y los jardines, donde jugábamos los niños; el garaje, en un extremo del jardín, con el viejo coche descapotable que había sido del abuelo, ya inservible, con su volante de madera donde yo me subía a soñar que conducía y aquel gran salón-comedor que iluminaba una inmensa vidriera desde donde se veía durante el día el Valle y durante las noches las luces del Puerto de la Cruz y las estrellas. En su larga mesa comían entre quince y veinte adultos. Los niños comíamos aparte, en una mesa baja, junto a la vidriera. El recuerdo de aquella vieja casona está tan difuminado por la lejanía del tiempo que hoy me parece como si nunca hubiera estado entre sus muros, como si solo los hubiera imaginado mientras leía una vieja novela.



Fotos actuales de la casa en ruinas
Fachada y vista posterior.

 Mi abuelo, Manuel Espinosa Suárez, se casó en la última década del siglo XIX con Antonia María García Estrada, que fue realmente mi abuela. Con ella tuvo nueve hijos. el primer Agustín, que murió a los pocos días de nacer, y luego Juana, Agustín, José, Fernando, Antonio, Felisa, Isabel y Joaquín. Abuela Antonia María murió en el parto de Joaquín, cuando mi padre, Fernando, tenía unos cinco años, por 1905. Isabel y Joaquín, los más pequeños, no llegaron a la mayoría de edad, los restantes seis tuvieron descendencia.

Foto de 1905
Los hijos de abuela Antonia María, un poco después de su muerte.
Delante: Antonio, Felisa, Joaquín e Isabel.
Detrás: Agustín, Juana, Fernando y José
Joaquín, el más pequeño, sentado en el regazo de la mayor, Juana.

 Abuela Isabel, que era hermana de abuela Antonia María, estaba muy unida a ella y le ayudaba en la crianza de su numerosa prole. Después de morir su hermana, abuelo Manuel le pidió que se casara con él. Abuelo Manuel y abuela Isabel, tuvieron cuatro hijos: Isabel, Manolo, Antonia María y Soledad. Isabel y Manolo tuvieron descendencia. Antonia María y Soledad, aunque murieron mayores, no tuvieron hijos.
Abuela Isabel se casó con su cuñado y se ocupó de la crianza de los ocho hijos de su hermana Antonia María, a los que siempre cuidó como si fueran suyos, y de los cuatro que ella tuvo. Su inteligencia fue tal que nadie pudo diferenciar el trato que siempre les dio a todos por igual. Todos, sin distinción, la llamaron siempre “madre”.

Foto de 1916
 Mis abuelos, Manuel e Isabel, con los 10 hijos que alcanzaron la mayoría de edad.
La niña sentada en el regazo de abuela Isabel es su sobrina, Adela, que se quedó huérfana al nacer y que ella se ocupó de criar.
En primer plano, Soledad, de blanco y con lazo en la cabeza.
Sentados, Agustín, Felisa, Abuelo Manuel, abuela Isabel y Adela, y Fernando (mi padre).
De pié, detrás, Isabel, Juana, Antonio, Manolo, José y Antonia María.


En aquel enorme caserón vivieron también bajo su cuidado y protección otros familiares:
Agustín Espinosa Boissier, mi primo, que nació después de morir su padre, tío Agustín. Vivió allí desde su nacimiento hasta que se vendió la casa. Ella se encargó de criarlo y educarlo como su últimos hijo.
Su sobrina, Adela Hernández García, desde su nacimiento hasta que se casó. Era la hija de su hermana Adela García Estrada, que murió en el parto de su primera y única hija.
Su hermana, tía Maruca García Estrada, soltera, que vivió toda la vida con ellos.
Tía Lola Espinosa Suárez, la hermana de abuelo Manuel, que no tuvo hijos, cuando enviudó, siendo ya una mujer mayor, se fue a vivir con ellos hasta su muerte.   
Su hermana, Margarita García Estrada, cuando se quedó viuda, con sus tres hijos, Telesforo, Nestor y Josefa. Telesforo y Josefa murieron jóvenes. Nestor vivió allí hasta que se casó.
Tía Felisa con sus tres hijos, mis primos Felisa, Juan y Pepa, vivieron allí unos cuatro años. Su marido, tío Juan, tuvo que irse a la Península, después del golpe de estado, cuando fue  represaliado y cesado de su trabajo de telegrafista.
Una anciana pequeña, delgada, vestida siempre de negro, sentada cosiendo en una silla diminuta que no levantaba un palmo del suelo y a la que todos veneraban como a una virgen cristiana. Esa es la imagen que conserva, su viejo nieto, de abuela Isabel.

lunes, 9 de marzo de 2020

Coronavirus (NO)

Tanto nos pavoneamos de nuestro maravilloso cerebro y de nuestra prodigiosa inteligencia y un insignificante y microscópico virus se divierte jugando con nosotros al escondite.
¿Seremos capaces, algún día, de arrancarnos el orgullo, mirarnos al espejo y descubrirnos?

jueves, 5 de marzo de 2020

XXX El actor

Nunca he conseguido entender a la vida,
a los principios que la rigen
y a la forma en que ha evolucionado sobre el planeta.

Nunca he conseguido entender a nuestra especie.
El rebaño que marcha en fila,
siguiendo al líder,
marcando el paso y mirando al frente.

Nunca he conseguido formar parte de la sociedad.
Diseñada para la farsa,
el postureo
y la mentira.

Nunca he conseguido entender, sobre todo,
a mi mismo.
Que sigue fiel el guión,
sobre las tablas del escenario.

martes, 3 de marzo de 2020

XXX 74 años

Tinito, el más pequeño de los hijos del telegrafista y la maestra, se ha convertido en un viejo incrédulo y, a pesar del disparate absurdo y surrealista donde vivimos, nunca se ha sentido tan a gusto como en este último tramo de la vida.
Tinito, el más pequeño de los hijos del telegrafista y la maestra, que ayer jugaba en San Sebastián de la Gomera protegido y mimado por sus padres, hoy cumple 74 años.