Cuando yo era un niño, por los años 50 del siglo pasado, San Sebastián de la Gomera, la capital de la Isla, era un pueblo humilde. Las estrecheces de la posguerra estaban presentes en cualquier lugar donde pusieras los ojos. Aunque yo vivía feliz con la plaza de los laureles gigantes, el barranco, el mar y la protección de mis padres, hoy recuerdo con tristeza la crisis económica y cultural que lo envolvía todo.
Había solo una carretera que comunicaba San Sebastián con Hermigua, Agulo y Vallehermoso. A todos los demás pueblos y caseríos de la costa -El Cabrito, Playa de Santiago, La Rajita y Valle de Gran Rey- se iba en pequeñas embarcaciones artesanales y a los del interior -Benchijigua, Erque, Igualero, El Cercado, Las Hayas, Arure, Chipude, Enchereda, Alajeró- a pie.
La gente, extremadamente humilde, que vivía en los caseríos del interior solían bajar, una o dos veces al año, a abastecerse de artículos de primera necesidad.
Una día, en la playa, pude ver cómo un niño, de mi misma edad, que acababa de llegar del interior, se aproximaba hasta la orilla, mojaba sus pies y luego probaba su sal, mientras observaba admirado toda aquella cantidad de agua. Seguro era la primera vez que estaba cerca del mar y lo tocaba.
Alguien pidió a mi padre que los domingo, en la fachada del telégrafo, pusiera un altavoz conectado a una radio. Allí se reunían, los domingos por la tarde, una gran cantidad de hombres para escuchar los partidos de la liga de fútbol. Yo recuerdo pasar entre un pasillo de hombres para poder entrar en casa. Mi padre siempre protestaba. Decía que las autoridades deberían preocuparse por reunir en un local todos los libros del pueblo y hacer una biblioteca pública.
El tiempo libre que le dejaba el telégrafo lo dedicaba a leer. Los libros eran su pasión. A una de esas mujeres que bajaba periódicamente alguien debió decirle que el telegrafista regalaba libros. Lo cierto es que se presentó allí y preguntó por él. Le regaló revistas y libros que ya se habían leído en casa. Durante varios años, cada vez que visitaba la Villa, iba por el telégrafo y pedía su ración de lectura. En esos años de oscuridad y miseria, en un caserío perdido del interior de La Gomera, una mujer pudo descubrir, gracias al telegrafista, el mágico mundo que se esconde en el interior silencioso de los libros. Mi padre me lo contó unos años después, cuando ya habíamos dejado La Gomera y vivíamos en La Orotava.
En mi memoria se entremezcla la alegría de los juegos y las carreras de la infancia con el ambiente lúgubre de la dictadura.