DEDICATORIA: Para Roland Nyns, que me alentó a escarbar en la memoria.
Tenía Yurena cinco años, en 1981, cuando mi madre y nosotros tres estuvimos en La Graciosa por primera vez. Entonces no había muelle, solo un pequeño embarcadero. Ni apartamentos turísticos ni restaurantes, solo una ventita y un teléfono. El pueblo unas pocas calles de arena y el único vehículo de la isla era un jeep viejo.
El traslado desde Lanzarote se hacía en un sencillo pesquero. Cuando salimos de Órzola no pusimos proa a La Caleta de Sebo, sino a mar abierto. Después de navegar una media hora paró su marcha y nos quedamos al garete en medio del océano. Entonces, tranquilamente, los marineros se pusieron a levar unas nasas. Mientras recogían la pesca la mar nos zarandeaba sin miramientos. En el trayecto tardamos bastante más de dos horas, cuando en menos de media podíamos haberlo hecho.
Nos alojamos en una casita de pescadores. Era blanca y humilde como todas las del pueblo. Tenía un patio interior con el piso cubierto de grava y conchas de lapas blanqueadas por el sol. No había agua corriente. Unos niños, por unas pocas monedas, nos traían el agua en recipientes de plástico que transportaban en carretillas. En cada casa había una carretilla, que era la forma más cómoda de transporte sobre la arena del pueblo. Había luz eléctrica, pero solo desde el atardecer hasta la hora del sueño. Para el resto de la noche había que apañarse con las velas. Por las mañanas nos despertábamos sorprendidos al mirar la hora. El silencio prolongaba, hasta bien avanzada la mañana, nuestro sueño.
La poetisa de la Isla vivía muy cerca. Era, como yo ahora, una mujer de más de 70 años y aficionada a los recuerdos. Nos contó que cuando era una muchacha su familia la llevaba a las Islas Salvajes, a 135 millas náuticas al noroeste. Hacían la travesía en rudimentarios barquillos artesanales, sin motor. Se movían ayudados solo con la vela latina y los remos. Permanecían allí varios días. Las mujeres en la Salvaje Grande salando el pescado y en las labores domésticas, mientras los hombres salían a la pesca. Nos leyó varios poemas donde se invocaba a la Virgen para espantar el pánico de aquellas odiseas. Nos contó, también, que con su madre subía a pié el acantilado del Risco de Famara y luego caminaba 36 kilómetros hasta Arrecife llevando sobre sus cabezas pesadas cestas de pescado para su venta.
Aunque no había restaurante algunas noches en su propia casa y en su humilde comedor una señora nos ponía la cena.
Como el pelo yo perdí la fe desde muy joven. Pero por aquel entonces todavía era un esposo modelo y acompañaba a Leonor a los oficios religiosos. Recuerdo la pequeña iglesia. Simple. Sencilla. Adornada solo con artes de pesca y motivos marineros. Sin ningún tipo de ostentación. Sin oros. El de Nazaret se hubiera sentido en su ambiente, pienso.
En cada casa casa había un corral. Cada mañana, al amanecer, el cabrero y su perro aparecían por un extremo del pueblo. El cabrero iba abriendo, una a una, las cancelas de los corrales de las casas y las cabras lo seguían en silencio. Cuando salían, por el otro extremo del pueblo, el rebaño estaba ya formado y se alejaban tierra a dentro. Él delante y detrás las cabras vigiladas por el perro. Todos en la Isla miraban y esperaban todo del mar, todos, excepto ellos. Era agosto y no sé que podían encontrar sobre aquella tierra desnuda como piel de camello. Al atardecer los acechaba para disfrutar del regreso. Llegaban, como habían salido, por un extremo del pueblo y en silencio. El cabrero delante y detrás el rebaño con el perro. Al pasar delante de cada casa, como en un rito, las cabras, sin la intervención del perro ni del cabrero, iban rompiendo filas y desapareciendo en los corrales. Cuando llegaban al otro extremo del pueblo solo quedaban, como por la mañana los dos, el cabrero y su perro. Todo lo recuerdo como visto en una vieja película muda y en blanco y negro.
Tengo también grabada en mi memoria los baños de los niños en el embarcadero. Las faenas de la pesca. Los grupos sentados al atardecer en los "mentideros". Las alfombras de "pejines" y el pescado abierto en canal tendido en las cuerdas de la ropa, jareándose al sol y al viento. Sus senderos arenosos. Sus playas. Y, por encima de todo, el silencio y la serena lentitud del tiempo.
¡Ah! Nunca olvidaré la cara feliz de aquel muchacho cuando le respondí que sí, después de haberme preguntado si le prestaba las “chapaletas”, mientras señalaba con el índice de su mano derecha mis aletas.