Cuando yo era un niño, a principio de los años 50 del siglo pasado, no había Internet y en contadas casas de San Sebastián de la Gomera había un diccionario, por eso la gente se acostumbró a ir al telégrafo a preguntarle a mi padre como se escribía tal o cual palabra. Mi madre contaba orgullosa la vez que el alcalde y el notario fueron a ver al telegrafista para que hiciera de árbitro en una discusión ortográfica. A él nunca lo oí jactarse de eso. Bueno, ni de eso ni de nada.
Mi padre fue un alumno destacado, pero cuando terminó el bachillerato tuvo, por razones económicas, que preparar oposiciones. Por aquellos años, 1919, telegrafista era una salidas ventajosa.
Yo de niño fui muy mal estudiante. Aún recuerdo a mi padre con las manos en la cabeza hablando de sus hijos: ¡Qué será de estas calamidades! Solo me interesaba la playa, el barranco, el campo de futbol, las palmeras, el bajio y la plaza. Mi ortografía era un auténtico desastre. Todavía arrastro esa inseguridad ortográfica.
Quizás por eso siempre he mirado con desprecio a los cultos burgueses que se ríen de la gente que por su formación hablan o escriben incorrectamente. Me gustaba el castellano antiguo que se hablaba -¿se sigue hablando?- en los pueblos del interior de la Gomera.
La función de la escritura y del leguaje es comunicarnos. La forma es solo un aditamento que se establece por cada cultura y en cada época, y que solo sirve, como las ropas, las joyas y todas esas estupideces que tanto nos gusta a los Sapiens, para informar la clase social a la que se pertenece. Los señoritos se sienten superiores cuando miran con desprecio y mofa al que no habla o escribe como ellos, sin darse cuenta que toda esas modas serán sustituidas por otras que serán de utilidad para los nuevos señoritos.