Esta mañana, después de mi paseo y cuando empezaba a desayunar en el bar de San Andrés donde acostumbro, entró un padre muy joven con su hijo. El niño, que estaba sentado en su cochecito, durante los quince minutos que estuve allí no levantó, ni en un solo momento, la vista del teléfono móvil, que manejaba con sus pequeños dedos con una habilidad asombrosa. Cuando se cansaba de un juego, volvía atrás, elegía otro y seguía. Varias veces me incline para ver los emoticones de colores que transitaban por la pantalla, mientras su padre me sonreía feliz con las proezas de su hijo.
Creo que en su cerebro no entró ni un solo dato del mundo exterior. Solo debía sentir cerca la reconfortante presencia de su progenitor. Abrió varias veces la boca para permitir que su padre le introdujera pequeña cantidades de alimento, pero sin apartar los ojos de la pantalla. ¡Qué poder de seducción tienen esos juegos para los niños! Le pregunté al padre, por curiosidad, su edad. Me contestó, orgulloso, ¡dos añitos!
¿Intuirá el niño, como un viejo, que el mundo que ve a su alrededor carece de todo interés y es tan virtual y mucho más caótico que el del artefacto que sujeta entre sus diminutas manos?