Las mentiras de la infancia fueron mi mejor escuela. Me enseñaron a ser desconfiado.
Con 17 o 18 años logré desprenderme de los mitos religiosos, de las verdades reveladas y de las supersticiones.
Liberarme, no solo de los dioses, de los charlatanes y de los libros de autoayuda, sino también de las enseñanzas de los maestros, ha sido siempre un agradable entretenimiento y ahora es uno de los placeres favoritos de mi vejez.
Espero, al final, irme con un cerebro limpio, como cuando mi madre me parió, en La Gomera, hace más de 73 años.