DEDICATORIA: Para Roland y Aline.
En los años 50 del siglo pasado, durante mi infancia en La Gomera, el país estaba sometido a una férrea dictadura fascista, fruto de un golpe de estado militar y una sangrienta guerra civil. Se permitía solo una forma de pensar y se promovía un culto casi religioso al dictador. Esa cruz se prolongó hasta el año 1975, cuando murió el general.
Desde niño, y casi sin darme cuenta, aprendí el arte de la interpretación. Aprendí que había dos lenguajes. Uno, el que se hablaba dentro de los muros de casa y, otro, el que había que utilizar en la calle. Esas enseñanzas infantiles me ayudaron a llevar luego una vida más segura y confortable.
Durante los primeros años de bachillerato fui un auténtico desastre. Repetí dos cursos. Así que cuando mi familia se trasladó de La Gomera a La Orotava yo empezaba el quinto curso y tenía 17 años, dos más de lo que me correspondía. El único colegio que existía en La Orotava era un colegio religioso. Allí me inscribieron y allí hice el quinto y el sexto de bachillerato. Durante esos dos años asistí cada día a misa. En sexto curso, con 18 años, ya había perdido la fe y aunque tenía que asistir a los oficios no ponía demasiado interés. Los compañeros de colegio, con las mismas inquietudes, solíamos hablar discretamente de nuestras preocupaciones religiosas. No sé quién me denunció, pero un día me dijeron que tenía que ir al despacho del director.
Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Me dejó bien claro que aquel era un colegio religioso y me amenazó seriamente con la expulsión si no cambiaba mi actitud. Con mis antecedentes de mal estudiante iba a ser, de nuevo, un problema para la familia y sobre todo un disgusto para mi padre, al que adoraba como al dios que había perdido. Me encontraba en una encrucijada y el pánico se apoderó de mí. No encontré otra solución y al siguiente día hablé con el director e interpreté mi papel. Le dije que ya había superado la crisis juvenil que me atormentaba y le agradecí sus palabras que me habían hecho reflexionar. Se limitó a sonreír y por suerte no mostró el más mínimo interés por mis inquietudes. Aunque me costó un gran esfuerzo, a los pocos días, siguiendo el protocolo, me confesé y luego comulgué periódicamente. No volvió a molestarme. Pienso que él tenía la misma fe que yo. Solo le interesaba, como director, que cada actor interpretara su papel sin salirse del guión.
Hoy, desde el mirador de mis 73 años, todo me parece un Gran Teatro y, a pesar de mis miserias, si me comparo no soy más que un torpe actor aficionado.