Una hora más tarde pasó el entierro del cochero de la esquina.
Iba su ataúd sobre su mismo coche de punto,
tirado por su mujer y su hijo pequeño.
Seguían al macabro vehículo siete caballeros enlevitados,
portadores de coronas de azucenas en la cabeza.
El enlevitado impar precedía a los otros seis
y llevaba una bandera española,
cuyo grueso mástil terminaba en una zapatilla despilfarrada.
En el sitio donde estaba antes mi estatua había ahora un burro apolillado,
cojo de una pata,
y un cubo de basura adornado con lirios blancos.
¿Era yo un caballo?
Crimen (1934)
Agustín Espinosa García
Tío Agustín, con esa prosa deslumbrante, se ríe -se descojona- de la podredumbre de los valores sociales con los que somos adoctrinados desde niños y que serán luego los fundamentos de nuestra existencia. Una existencia basada exclusivamente en la interpretación y las bambalinas.
Vivimos aferrados a las mentiras de ese adoctrinamiento con todas nuestras fuerzas y nada nos produce más irritación que algún impertinente destruya los pilares sobre los que se sustenta nuestra mísera farsa.
Él, consciente del riesgo, nos arrancó el disfraz y nos puso frente al espejo.
Ese fue su pecado, su crimen y su ruina.
Ese fue su pecado, su crimen y su ruina.