Antes, solo los viejos, ya sin ambiciones, disfrutábamos de las cosas que están ahí, a la vista y al alcance de todos: el sol y las estrellas, los atardeceres y los amaneceres, la brisa del mar en el rostro mientras se camina sobre la arena de la playa, los senderos entre la laurisilva, la lluvia, los viejos poemas, los pensamientos de los clásicos...
El resto, mientras tanto, cegados por las carreras, las prisas y la estampida, tomaban todo eso, que tanto valoramos los que estamos en la edad de las despedidas, como el decorado.
El coronavirus, con el encierro y el brusco frenazo, ha convertido a este país en un asilo. Un país que empieza a mirar las cosas que hace unos meses solo le interesaban a los ancianos. Un mundo que a partir de ahora, dicen y espero, será más lento y más reflexivo. De ese nuevo mundo de viejos espero yo la salvación. Es nuestra última esperanza.