La anatomía de nuestro cuerpo, así como su funcionamiento interno, son la consecuencia de un lento proceso evolutivo de adaptación de las especies que nos han precedido. Somos así porque la vida, a lo largo de 3.850 millones de años, fue eligiendo, sucesivamente, una cantidad casi infinita de alternativas, en ese largo camino. Un camino, además, condicionado por el medio ambiente cambiante que existía en cada momento.
También es fácil entender que si el camino elegido por la vida para evolucionar o bien las condiciones ambientales hubieran sido diferentes, nuestra especie hubiera sido también diferente. Somos como somos por una cantidad casi infinita de hechos fortuitos.
¿Por qué entonces nos cuesta tanto entender que nuestro cerebro es también consecuencia de ese mismo proceso fortuito?
Si en lugar de los cinco sentidos que poseemos para captar el mundo que nos rodea, la evolución nos hubiera dotado de quince o veinte sentidos y de un cerebro capaz de procesar las señales que le llegaran de esos quince o veinte sentidos, tendríamos una visión del mundo y de nosotros mismos mucho más completa y diferente.
Nuestro cerebro ha sido diseñado por la evolución con la única finalidad de adaptarnos al medio ambiente y contribuir a la supervivencia de la especie. Por mucha importancia que queramos darle, desde el punto de vista evolutivo tiene las mismas funciones que las alas de un ave o los dientes de un león.