Hará unos 20 años. Regresaba de trabajar del norte de la Isla. Me había parado en la estación de servicio, que está cerca del campo de golf, a coger gasolina. Alguien me advirtió que una de las ruedas tenía falta de aire. Así que acerqué el coche hasta el dispensador de aire. Cuando estaba terminando de hinchar la rueda se acercaron dos niños. El más bajo llevaba un balón de fútbol desinflado en las manos. Por su aspecto parecía completamente nuevo, como si nunca hubiera recibido una patada. El niño me pidió que se lo inflara. Acerqué el dispositivo a la válvula del balón y apreté el gatillo. El balón comenzó a inflarse y luego, de pronto y sin previo aviso, explotó en mis manos. Lo recuerdo ahora como si todo hubiera ocurrido a cámara lenta. En mis manos quedaron los trozos de cuero destrozados en que se había convertido el balón. El niño retiró en silencio, de mis manos, los trozos de cuero. Los dos incrédulos se dieron la vuelta y se alejaron con el cadáver de su balón sin hacerme el más mínimo reproche. Yo me quedé como estaba, en cuclillas, inmóvil y con cara de idiota sorprendido.
Tardé varios días en recuperarme. Entiendo que esta historia puede producir en los lectores una sonrisa y, tal vez, alguna carcajada, pero yo aún lo recuerdo como una de las grandes tragedias de mi vida.