El hombre libera, en cada eyaculación, unos 250 millones de espermatozoides y la mujer 1 óvulo cada mes. Un hombre sano produce unos 525.000 millones de espermatozoides a lo largo de su vida y la mujer pone a disposición de la fertilización unos 450 óvulos. Un hombre y una mujer podrían concebir, a lo largo de sus vidas, un numero de hijos igual al resultado de multiplicar 525.000 millones por 450, es decir, 2.300.000.000 Todos serían hermanos, pero genéticamente diferentes. Por tanto, la probabilidad de que cualquiera de nosotros esté aquí, es igual a un número infinitamente pequeño. No debería sorprendernos nuestra muerte segura, sino la lotería de nuestro nacimiento. Un hombre que nace, también casualmente, en un determinado tiempo de la historia y en un lugar de la tierra con sus condiciones ambientales, donde aprende una lengua y se programa para integrarse al grupo social donde ha nacido y adorar a sus dioses.
De los millones de partículas de polen, que el viento arrastra en el bosque durante la primavera, unas pocas, muy pocas, consiguen fecundar una flor y de las semilla que caen al suelo, solo algunas pocas, muy pocas, consiguen germinar y convertirse en árbol. Un árbol que, como nosotros, nace por casualidad en un lugar. En un lugar donde tiene que competir con la vegetación del entorno y adaptarse al tipo de suelo, a la radiación solar y a la pluviometría del lugar donde la fortuna lo ha colocado.
Aunque a nosotros se nos hace creer que nuestra especie es superior a todo lo que existe en el universo, cualquiera de nosotros, como el árbol, es solo eso. Un eslabón más de la larga cadena del proceso evolutivo de la vida, al cual nos encontramos irremediablemente encadenados.
Una vida y un proceso evolutivo cuyo sentido último escapa del alcance de nuestro pobre y limitado cerebro.