miércoles, 26 de julio de 2017

XXX Injusticia.

Mis primeros años de escuela y de bachillerato fueron un auténtico desastre. Vivía en San Sebastián de la Gomera. Para un niño todo el entorno era un patio de recreo infinito. Mi casa estaba a cinco minutos del mar, del barranco, del campo de fútbol, de las palmeras y de la plaza. Como ahora, vivía más de sueños que de realidades. Nunca tuve el más mínimo interés por la ortografía, la gramática, el latín o la geografía. Odiaba, y sigo odiando, aquellas clases donde nos enseñaban con unos métodos pedagógicos arcaicos de castigo y humillación. Era por los años 55/60 del siglo pasado. Años de fundamentalismo medieval y de dictadura embrutecedora.
Todos mis compañeros de clase eran más inteligentes, más estudiosos y más responsables que yo. Yo era de los últimos de la clase.
Aunque en aquel entonces, sumido en mis juegos, no me daba cuenta, hoy recuerdo, sobre todo, la miseria cultural y pobreza económica.
Cuando acabamos la escuela algunos de mis compañeros tuvieron que ponerse a trabajar para ayudar económicamente a sus familias. Lo mismo ocurrió cuando terminamos el bachillerato. Solo unos pocos, los que disponíamos en casa de una posición económica desahogada, pudimos, a pesar de nuestras limitaciones, continuar y hacer estudios superiores.
Siento, a pesar de los años transcurridos, la culpa de esa injusticia y pienso que una sociedad que se rige por esos principios está favoreciendo los privilegios de una estúpida élite y tirando por la borda su futuro.

miércoles, 19 de julio de 2017

...y Amén

En los foros científicos se habla, como de una verdad indiscutible y con mucha insistencia, de las nuevas técnicas que conseguirán, en algunos años, acabar con la muerte. Hace unos días estuve dialogando con un compañero defensor de esa creencia. Cuando le dije que eso era solo un sueño consecuencia de nuestro instinto de perdurar y que hasta el Sol tenía sus días contados, él me contestó que bueno, que lo del Sol quedaba muy lejos, dentro de muchos millones de años.
Esta mañana, antes de que saliera el Sol, he estado meditando sobre ello. Me acordé de la infancia. Esa etapa de la vida en la que el tiempo transcurría con tanta lentitud que nos parecía infinito. La madurez y la vejez, que ha llegado tan pronto, la veíamos tan lejos como los millones de años que le faltan al Sol para apagarse.
El instinto de seguir aquí, cueste lo que cueste, no es solo propio de los Sapiens, es de todas los organismos vivos. Cualquiera especie que perdiera ese instinto se extinguiría rápidamente.
Pero la razón me dice que es absurdo querer seguir aquí eternamente. No morirnos sería prolongar innecesariamente una incomprensible y absurda estupidez por los siglos de los siglos y Amén.

miércoles, 12 de julio de 2017

El misterio de la vida

Un hombre libera, en cada eyaculación, unos 250 millones de espermatozoides y una mujer 1 óvulo cada mes. Un hombre sano produce a lo largo de su vida unos 525 billones de espermatozoides y una mujer libera unos 450 óvulos, capaces de ser fecundados. De esas combinaciones se deduce que nuestros padres podrían haber concebido 200 trillones hijos diferentes, por lo que la probabilidad de que cualquiera de nosotros esté aquí es muy remota. 
Si tenemos en cuenta, además, que las probabilidades de que nacieran nuestros antepasados -padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos...- fueron las mismas, resulta que la probabilidad de nuestra existencia es un número infinitamente pequeño.
Estamos aquí como consecuencia de un hecho fortuito, como podía estar cualquier otro, y no por haber sido elegidos
Sin embargo, hasta el más humilde de nosotros va por la vida creyéndose el centro del universo, imprescindible y único. 
Nuestro sitio natural es la nada. Somos un improbable flash en medio de un vacío infinito.
¡Qué patético el viejo redactor de este blog! Se sabe descendiente de un simio, con un cerebro consecuencia de un proceso evolutivo caprichoso, oportunista, irracional y caótico, y, a pesar de ello, se divierte intentando, como un estúpido, encontrarle algún sentido a todo este lío.
  




miércoles, 5 de julio de 2017

La toalla del bidé.

Voy a hablarles del gran descubrimiento que hice, por casualidad, hace unos días.
Me estaba bañando en casa. Leonor, mi mujer, había salido. Cuando terminé la ducha me di cuenta que la toalla de baño no estaba colgada en su perchero, como es habitual. Pensé primero en ir a buscarla. Para ello tendría que ir hasta la solana, en el otro extremo de la casa, donde debería estar y regresar. Chorreando agua, como estaba, iba a dejar todo perdido. No sabía qué hacer. De pronto, vi que la pequeña toalla del bidé estaba en su sitio y al alcance de la mano. En principio, no me pareció bien. Seguro, a ella no le gustaría. Pero lo pensé mejor. Siempre que uso el bidé me limpio bien, con profundidad y detenimiento. La toalla solo la uso para secarme ligeramente. La toalla debe estar perfectamente limpia. Así que, me llené de valor, la cogí y me sequé.
En principio no le di importancia. La coloqué en su sitio y fui al dormitorio a vestirme. De pronto se encendió una gran luz que iluminó, como un flash, el interior de mi cerebro. ¡Eureka, lo he descubierto! Corrí, desnudo como estaba, y cogí un metro. Medí la toalla del bidé (0,40 x 0,25 = 0,10 m2) y la de baño (1,50 x 1,00 = 1,5 m2) !Dios mío, 15 veces más pequeña! Toda la vida he usado para secarme, después del baño, una toalla de 1,5 m2, cuando podría haberlo hecho con una de 0,10 ¡Qué locura! ¡Qué derroche! ¡Qué estúpidos somos los humanos!
¡Qué bien me sentía con mi nuevo descubrimiento! Orgulloso, importante, en posesión de la verdad y por encima del resto de mis semejantes, casi como el expresidente del Gobierno, José María Aznar.
En cuanto mi mujer llegó a casa corri, entre orgulloso y eufórico, a decírselo. Cuando terminé, dejó en el suelo unas bolsas que traía en las manos, se incorporó, se giró hacia mí, me miró y me dijo entre enfadada y sería: “Deberías ir al médico, cada día estás peor. La próxima vez te secas con un confeti".
Agaché la cabeza y me retire humillado. Estoy acostumbrado a sus críticas, pero esta vez... ¡Qué frustración! ¡Qué desengaño! ¡Qué golpe tan duro! Creo que nunca me he sentido tan mal, ni cuando critica mis pobres "ocurrencias". Somos como Don Quijote y Sancho. Yo siempre intentando, sin conseguirlo, traerla hasta los cerros de Úbeda, por donde siempre ando perdido y ella procurando llevarme a una aburrida realidad.
Escribo esto con la esperanza de incluirlo, algún día, en un libro que debería titularse "las imbecilidades humanas".