miércoles, 13 de diciembre de 2017

La casa de los abuelos






Yo visité esa casa unos veinte años después del emotivo relato de Juan Manuel Trujillo Torres. En los años cincuenta del siglo pasado, durante las vacaciones de verano y por cortos periodos de tiempo. Ya había perdido su primera juventud y habían muerto mi abuelo Manuel y mis tíos Agustín y José, a los que nunca pude conocer.



Hoy recuerdo, difuminado por el tiempo, que detrás de esa  vidriera-mirador estaba el salón principal de la casa de mis abuelos, en Los Realejos. Seguramente no era tan grande, pero yo lo recuerdo inmenso. Con su piano, su larga mesa de comedor y sus sillas, sillones y sofás. Desde esa vidriera recuerdo mirar extasiado durante el día el Valle de La Orotava y el mar y durante la noche las luces del Puerto de la Cruz y las estrellas. Esa casa, hoy abandonada y en ruinas, la recuerdo como una aventura de novela, como si solo la hubiera habitado en sueños.
No era una casa normal, sino más bien, como dice Trujillo, una residencia. Con aquel gran patio central donde jugábamos; su estanque, donde pescábamos unos peces rojos que devolvíamos rápidamente al agua; el viejo coche ya inservible, descapotable y con volante de madera, que había sido del abuelo y donde yo me subía a soñar que conducía y aquellos jardines que desde mi altura infantil parecían selvas vírgenes.
Recuerdo -¿cómo olvidar?- a nuestra pequeña-gran abuela Isabel sentada cosiendo, con sus gafas, en aquella diminuta silla que no levantaba un palmo del suelo; de Antonia María -tía Rosa, como la llamaban- que estaba en La Gomera cuando yo nací y que cuando mi padre y el médico llegaron, entre ella y mi madre ya me habían traído al mundo; de tía Sole, la más Espinosa de todos los Espinosa; de Carmilla y de mi prima mayor, Quica, que dirigía siempre como un intrépido capitán nuestros juegos.