miércoles, 27 de diciembre de 2017

La Graciosa

            DEDICATORIA: Para Roland Nyns, que me alentó a escarbar en la memoria.

Tenía Yurena cinco años, en 1981, cuando mi madre y nosotros tres estuvimos en La Graciosa por primera vez. Entonces no había muelle, solo un pequeño embarcadero. Ni apartamentos turísticos ni restaurantes, solo una ventita y un teléfono. El pueblo unas pocas calles de arena y el único vehículo de la isla era un jeep viejo.
El traslado desde Lanzarote se hacía en un sencillo pesquero. Cuando salimos de Órzola no pusimos proa a La Caleta de Sebo, sino a mar abierto. Después de navegar una media hora paró su marcha y nos quedamos al garete en medio del océano. Entonces, tranquilamente, los marineros se pusieron a levar unas nasas. Mientras recogían la pesca la mar nos zarandeaba sin miramientos. En el trayecto tardamos bastante más de dos horas, cuando en menos de media podíamos haberlo hecho.
Nos alojamos en una casita de pescadores. Era blanca y humilde como todas las del pueblo. Tenía un patio interior con el piso cubierto de grava y conchas de lapas blanqueadas por el sol. No había agua corriente. Unos niños, por unas pocas monedas, nos traían el agua en recipientes de plástico que transportaban en carretillas. En cada casa había una carretilla, que era la forma más cómoda de transporte sobre la arena del pueblo. Había luz eléctrica, pero solo desde el atardecer hasta la hora del sueño. Para el resto de la noche había que apañarse con las velas. Por las mañanas nos despertábamos sorprendidos al mirar la hora. El silencio prolongaba, hasta bien avanzada la mañana, nuestro sueño.
La poetisa de la Isla vivía muy cerca. Era, como yo ahora, una mujer de más de 70 años y aficionada a los recuerdos. Nos contó que cuando era una muchacha su familia la llevaba a las Islas Salvajes, a 135 millas náuticas al noroeste. Hacían la travesía en rudimentarios barquillos artesanales, sin motor. Se movían ayudados solo con la vela latina y los remos. Permanecían allí varios días. Las mujeres en la Salvaje Grande salando el pescado y en las labores domésticas, mientras los hombres salían a la pesca. Nos leyó varios poemas donde se invocaba a la Virgen para espantar el pánico de aquellas odiseas. Nos contó, también, que con su madre subía a pié el acantilado del Risco de Famara y luego caminaba 36 kilómetros hasta Arrecife llevando sobre sus cabezas pesadas cestas de pescado para su venta.
Aunque no había restaurante algunas noches en su propia casa y en su humilde comedor una señora nos ponía la cena.
Como el pelo yo perdí la fe desde muy joven. Pero por aquel entonces todavía era un esposo modelo y acompañaba a Leonor a los oficios religiosos. Recuerdo la pequeña iglesia. Simple. Sencilla. Adornada solo con artes de pesca y motivos marineros. Sin ningún tipo de ostentación. Sin oros. El de Nazaret se hubiera sentido en su ambiente, pienso.
En cada casa casa había un corral. Cada mañana, al amanecer, el cabrero y su perro aparecían por un extremo del pueblo. El cabrero iba abriendo, una a una, las cancelas de los corrales de las casas y las cabras lo seguían en silencio. Cuando salían, por el  otro extremo del pueblo, el rebaño estaba ya formado y se alejaban tierra a dentro. Él delante y detrás las cabras vigiladas por el perro. Todos en la Isla miraban y esperaban todo del mar, todos, excepto ellos. Era agosto y no sé que podían encontrar sobre aquella tierra desnuda como piel de camello. Al atardecer los acechaba para disfrutar del regreso. Llegaban, como habían salido, por un extremo del pueblo y en silencio. El cabrero delante y detrás el rebaño con el perro. Al pasar delante de cada casa, como en un rito, las cabras, sin la intervención del perro ni del cabrero, iban rompiendo filas y desapareciendo en los corrales. Cuando  llegaban al otro extremo del pueblo solo quedaban, como por la mañana los dos, el cabrero y su perro. Todo lo recuerdo como visto en una vieja película muda y en blanco y negro.
Tengo también grabada en mi memoria los baños de los niños en el embarcadero. Las faenas de la pesca. Los grupos sentados al atardecer en los "mentideros". Las alfombras de "pejines" y el pescado abierto en canal tendido en las cuerdas de la ropa, jareándose al sol y al viento. Sus senderos arenosos. Sus playas. Y, por encima de todo, el silencio y la serena lentitud del tiempo.
¡Ah! Nunca olvidaré la cara feliz de aquel muchacho cuando le respondí que sí, después de haberme preguntado si le prestaba las “chapaletas”, mientras señalaba con el índice de su mano derecha mis aletas.






miércoles, 20 de diciembre de 2017

Tomás Romero, el cura de Tinajo

Hoy he visto -¡milagro!- en la Casa Amarilla de Arrecife, y por primera vez, la imagen ecuestre de Tomás Romero, el cura de Tinajo. Tomás Romero es el personaje central del Lancelot espinosiano.

Arrecife, a 16 de diciembre de 2017


Tomás Romero -el cura de Tinajo-ha sido sucesivamente monago, sacristán y chantre de la iglesia de Tinajo. Ahora es párroco.
Ha vivido desde tan temprano en la iglesia de Tinajo que es ya como un auténtico aditamento eclesiástico. Su palabra, órgano. Su reír, campanario. Su sombrero cúpula. Incensario su pipa.
Tomás Romero tiene el aroma de su iglesia. Tiene su arquitectura. Un buen observador hubiera presentido el bizantinismo de la iglesia de Tinajo después de una charla rumorosa con Tomás Romero.
Tomás Romero galopa desde hace una hora hacia Tinajo, Ahora está ante mí. (Ha frenado su prodigioso caballo. Vacilan los cascos un momento. Se afirman luego enérgicamente.)
Sobre las seis baldosas centrales de la Plaza de la Iglesia de Tinajo, Tomás Romero y su caballo son la estatua ecuestre que necesita Tinajo para su gran plaza desnuda.
Tomás Romero está ahora junto a su caballo. En una mano el sombrero. En la otra naufraga mi mano minúscula. Tinajo ha perdido su estatua ecuestre.
Tomás Romero es más grueso y más alto que el gran pope de Korolenko. Tomás Romero es el mayor entre todos los popes. Tomás Romero y yo -el uno tan al lado del otro- escenificamos el gigante y el enano barracal de las ferias. Yo le llamo instintivamente, pope: Escúcheme buen pope. Yo le digo: ¡Que grande eres, Tomás Romero!
Tomás Romero, sonríe, manotea el aire. Tuerce su sombrero sobre la oreja derecha, sobre la oreja izquierda. Inflama la pipa en cada aspiración. Sus frases tienen música en los extremos. Cada una de sus tres vidas anteriores aparece y desaparece a cada momento. Su vida actual la proscenia a ratos en el traje. Dentro de Tomás Romero pope hay un cura, un chantre, un sacristán y un monago. Los cuatro personajes hacen mutis y entradas deliciosas.

Tinajo y el bizantinismo
LANCELOT, 28º-7º
Agustín Espinosa García
(Publicado el año 1929)

miércoles, 13 de diciembre de 2017

La casa de los abuelos






Yo visité esa casa unos veinte años después del emotivo relato de Juan Manuel Trujillo Torres. En los años cincuenta del siglo pasado, durante las vacaciones de verano y por cortos periodos de tiempo. Ya había perdido su primera juventud y habían muerto mi abuelo Manuel y mis tíos Agustín y José, a los que nunca pude conocer.



Hoy recuerdo, difuminado por el tiempo, que detrás de esa  vidriera-mirador estaba el salón principal de la casa de mis abuelos, en Los Realejos. Seguramente no era tan grande, pero yo lo recuerdo inmenso. Con su piano, su larga mesa de comedor y sus sillas, sillones y sofás. Desde esa vidriera recuerdo mirar extasiado durante el día el Valle de La Orotava y el mar y durante la noche las luces del Puerto de la Cruz y las estrellas. Esa casa, hoy abandonada y en ruinas, la recuerdo como una aventura de novela, como si solo la hubiera habitado en sueños.
No era una casa normal, sino más bien, como dice Trujillo, una residencia. Con aquel gran patio central donde jugábamos; su estanque, donde pescábamos unos peces rojos que devolvíamos rápidamente al agua; el viejo coche ya inservible, descapotable y con volante de madera, que había sido del abuelo y donde yo me subía a soñar que conducía y aquellos jardines que desde mi altura infantil parecían selvas vírgenes.
Recuerdo -¿cómo olvidar?- a nuestra pequeña-gran abuela Isabel sentada cosiendo, con sus gafas, en aquella diminuta silla que no levantaba un palmo del suelo; de Antonia María -tía Rosa, como la llamaban- que estaba en La Gomera cuando yo nací y que cuando mi padre y el médico llegaron, entre ella y mi madre ya me habían traído al mundo; de tía Sole, la más Espinosa de todos los Espinosa; de Carmilla y de mi prima mayor, Quica, que dirigía siempre como un intrépido capitán nuestros juegos.

viernes, 8 de diciembre de 2017

La educación

La mentira forma parte de nuestra naturaleza. Educamos a nuestros hijos con clases, discursos y consejos. Ellos nos escuchan, pero para sobrevivir deben imitarnos.
Deben aprenden muy pronto a vivir con esa doble moral, como nosotros, con la mayor naturalidad y sin sonrojarse.

martes, 5 de diciembre de 2017

El "yo"

El viejo profesor se sentó en el parque y pensó en el texto que había leído la noche anterior del filósofo Anthony Kenny:
"¿Qué puede ser más íntimo o más importante para cada uno de nosotros que nuestro yo? El yo es lo más personal y privado de cada uno de nosotros. La mayoría de las personas no ven nunca de nosotros más allá de nuestra ropa; unos cuantos íntimos han visto la desnudez de nuestra piel al descubierto, pero nadie distinto de nosotros mismos ha visto nuestro yo. Todos podemos sentir que los demás pueden conocernos en cierto sentido, pero lo que pueden saber es solo lo externo, por muy familiarizados que estén con nosotros, por mucho que se esfuercen, nunca alcanzarán nuestro yo real interno".
Luego sacó su pequeña libreta y escribió:
"Me veo como un observador externo. Nunca alcanzaré, por mucho que me esfuerce, a ver ni entender mi yo real interno, que se comporta caprichosamente y se oculta en el fondo de una oscura e impetrable cueva".